Marcos, un hombre de 45 años, siempre soñó con tener su propia empresa, pero que nunca se atrevió a dar el salto. Si le preguntas a cualquier persona cercana a él, te dirían que desde joven, Marcos hablaba con entusiasmo de cómo quería ser su propio jefe, crear algo suyo, algo que pudiera dejar como legado. Tenía ideas, algunas brillantes, pero nunca pasaban de eso: ideas.
Los inicios
Desde que era un adolescente, Marcos mostraba interés en los negocios. Mientras otros soñaban con ser futbolistas o músicos, él leía libros sobre emprendedores, negocios y marketing. Soñaba con crear una empresa innovadora en la industria tecnológica, pero siempre había algo que lo detenía. Al terminar la universidad, muchos de sus amigos tomaron caminos diferentes: algunos buscaron empleos estables, otros se arriesgaron a emprender. Marcos optó por el empleo seguro. "Un par de años y luego empiezo mi empresa", solía decir.
La rutina que lo atrapó
Los años pasaron, y Marcos se sumergió en su carrera. Trabajaba para una empresa de software, donde era bueno en lo que hacía. Sus jefes lo valoraban, y le ofrecieron promociones que lo hacían sentir cómodo. Pero cada vez que el pensamiento de crear su propio negocio aparecía, lo acompañaba una lista de excusas: "No es el momento", "No tengo suficiente dinero ahorrado", "Quizás el próximo año". Y así fue aplazando ese sueño.
En casa, su esposa lo apoyaba. Veía el brillo en los ojos de Marcos cuando hablaba de sus ideas, pero también notaba el miedo que lo paralizaba. Ella le decía que era capaz, que tenía las habilidades y la pasión para hacerlo, pero él siempre encontraba una razón para no dar el paso.
El miedo al fracaso
La verdad detrás de todas las excusas era el miedo. Miedo a fracasar. Miedo a lo desconocido. Miedo a dejar la estabilidad que tanto le había costado construir. Cada vez que pensaba en renunciar a su trabajo y empezar desde cero, un frío le recorría el cuerpo. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si perdía todo lo que había construido?
Con el tiempo, las excusas se volvieron parte de su vida diaria. Marcos miraba a otros emprendedores con envidia, no porque les deseara mal, sino porque veía en ellos el valor que él nunca tuvo. Algunos fracasaban, pero lo intentaban. Otros triunfaban, pero él nunca sabría qué hubiera pasado si se hubiera atrevido.
El arrepentimiento
A los 45 años, Marcos seguía trabajando en la misma empresa. Tenía una buena posición, pero el vacío seguía ahí. A veces se preguntaba qué hubiera pasado si, hace 20 años, hubiera tomado la decisión de seguir su sueño. Sus hijos lo admiraban por el éxito que había tenido en su carrera, pero él sabía, en el fondo, que no había logrado lo que realmente quería.
Una tarde, después de una reunión de trabajo, uno de sus colegas más jóvenes le confesó que estaba pensando en dejar la empresa para iniciar su propio negocio. Marcos, sin poder contenerse, le dijo: "Hazlo. No dejes que el miedo te detenga. Yo lo dejé, y es algo con lo que tengo que vivir todos los días."
Ese fue el primer momento en que Marcos habló en voz alta de su arrepentimiento. Esa noche, se sentó frente a su computadora y comenzó a escribir sus ideas de negocio nuevamente, pero esta vez, sabiendo que quizás nunca las pondría en práctica.
Porque ahora entendía que el miedo a fracasar había sido más fuerte que su deseo de triunfar. Y aunque aún tenía tiempo para intentarlo, también sabía que las oportunidades que había dejado pasar ya no volverían.
Reflexión final
La historia de Marcos es más común de lo que parece. A menudo, el miedo al fracaso, a la incertidumbre y a dejar la comodidad nos impide perseguir nuestros sueños. En el caso de Marcos, ese miedo fue más grande que su deseo de emprender. No fracasó porque no lo intentó, pero tampoco triunfó. Se quedó en el limbo de los "qué hubiera pasado", un lugar del que es difícil salir.
Hoy, Marcos aconseja a sus hijos y a los jóvenes que conoce a que se arriesguen, que no esperen el "momento perfecto" porque ese momento nunca llega. Porque al final, lo único peor que fracasar es no haberlo intentado nunca.